Nunca es sencillo contar que te violaron. La vergüenza y la culpa operan a favor del silencio. Las víctimas de abuso sexual en la infancia sabemos de qué se trata. Hablar del abuso es incómodo para todos, incluso cuando somos las víctimas las que tomamos la palabra: una violación es una mancha para el prestigio de una familia.
Mi debut sexual fue una violación. En 2005 yo tenía doce años y era virgen. Una noche mi tío se acostó en mi cama, me bajó el pantalón y comenzó a masturbarse. Yo no entendía demasiado. Desde ese día nunca más pude dormir con la luz apagada y tuve muchas pesadillas. Hasta que arranqué terapia y todo eso fue desapareciendo lentamente.
A los dos meses de esa noche en que todo oscureció, pude contarle a mi mamá. Ella le contó a mi papá y él vino a los pies de mi cama a preguntarme cómo habían sucedido las cosas. A medida que le iba contando, su cara comenzaba a mostrar gestos de tristeza y bronca. Al otro día fue a ir a buscar a mi tío con una cuchilla, por suerte no lo encontró.
El tema se mantuvo en silencio durante más de una década, hasta que a principios de este año empecé a replantearme qué podía hacer yo con respecto a mi propia historia. Lo primero que se me ocurrió fue contarlo, hablar de abuso sexual. Lo segundo: me di cuenta que ya no odiaba a mi abusador ni quería matarlo ni que fuera a la cárcel. Ya no estaba más atado a él. Un abuso jamás se olvida, pero yo pude perdonar.
Lo conté por primera vez en público en la Unidad Penitenciaria N° 47 de San Martín, delante de una decena de internos. Si bien hubo algunas preguntas en torno a sí yo, por no denunciar, me sentía culpable de potenciales violaciones a futuro, sentí mucha empatía cuando hablé de mi testimonio. Me dijeron que era muy valiente, me abrazaron y lloraron conmigo. Uno de ellos tomó la palabra y me contó sobre una situación que lo atravesaba directamente: dentro del Centro de Estudiantes que tiene el penal se llevan a cabo talleres de alfabetización, muchas de las personas que participan son abusadores sexuales. Cada vez que se suman nuevos “alumnos” lo hacen de manera retraída, con miedos, tiritando. Creen que los van a violar.
Cuando lo conté en Facebook y me mataron: que yo estaba enfermo; qué merecía volver a ser violado; qué ponía en riesgo la integridad física de millones de niños en el mundo; qué debía denunciar; que el sistema penal era la mejor solución; que lo mejor para mi era internarme. Parece que las víctimas tenemos voz solo cuando nuestro discurso es funcional a su propio deseo de castigo. Es decir: “escuchemos a las víctimas siempre y cuando quieran matar a su agresor, violarlos, asesinarlos o condenarlos a vivir encerrados”.
Lo volví a contar nuevamente en público a principios de mes, en el Encuentro Nacional de Escritura en la Cárcel, llevado a cabo en en Centro Cultural “Paco Urondo”. La actividad congrega cada año a cientos de personas y es organizada por el Departamento de Letras y el programa de Extensión en Cárceles de Puán (la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA).
Allí, un universo variopinto de estudiantes, docentes y personas que, por alguna razón, comulgan con la idea de que las cárceles son sistemas injustos y que sin dudas se deben mejorar las condiciones en las que viven las personas privadas de su libertad, escuchó por primera vez lo que tenía para contar. A medida que iba relatando los hechos tal cual los recuerdo -y me emocionaba-, podía ver cómo muchos de ellos también lo hacían.
Hablar de violación es difícil, pero es necesario. No existen fórmulas mágicas ni universales para resolver estos problemas. Yo decidí perdonar y no denunciar, el sistema penal no tenía nada para ofrecerle a mi conflicto, pero cada cual debe afrontarlo como pueda y como quiera.
Soy una víctima por la paz.