Atardecía. En la villa de caseríos helados todavía algunos chicos correteaban por la calle. El kiosquito era humilde y confianzudo. Fiaba y eso era importante. Corría el año 98 y la revolución productiva y el salariazo por estos lugares ni habían asomado. Oscar se bajó de su F100 destartalada y bajó el paquete con mercadería. Lo querían. Él entraba a ese casi ghetto para proveer al kiosquito de velas, cuadernos, lápices y algún que otro juguete. Miles de veces le había dicho que era complicado andar por esos andurriales al atardecer, casi noche. Pero él me sonreía y me decía que “si no voy yo no va nadie, es gente de laburo”.
Era el mes de junio y el frío se hacía sentir. Bajó de la camioneta y con paso cansino, saltó la zanja con el paquete. El mote de distribuidor mayorista de artículos de librería y varios le quedaba algo grande. Era el “Tito”, “Camporita”, “el loco Pérez”.
De la nada alguien lo sorprendió y le pidió la plata. Los testigos dirían luego en el juicio que Oscar se sonrió y casi como en la cancha le dijo «no me hinches las pelotas”. Pero la bala se disparó y él no pudo evitarlo.
Murió a las pocas horas en el Hospital San Martín de la ciudad. La bala se disparó en aquel junio de 1998. La mano que terminó con esa vida era la de un “pibe” de la villa, “el simio”.
Yo sin que mi familia supiera y preso de una ira descontrolada me dirigí al lugar. ¿A qué? Nunca lo supe bien.
Miseria lacerante, frío, marginalidad de la buena y bronca. Les juro que si hubiera tenido una ametralladora los hubiera fusilados a todos. A los chiquitos, a los viejos, a los pibes. Se los juro. Pero yo venía de años de militancia llenándome la boca de pobres y marginales. Y pensé en Oscar. ¿Qué hubiera hecho si esa bala reventaba mi cabeza y no la suya? Y encontré la respuesta: “qué puede salir de esta zanja?” Estoy seguro que esa era la respuesta. Un cartonero, albañil en el mejor de los casos, y una bala que se dispara en el común de los casos.
Hoy a casi 20 años de esa bala, siento que no deja de dispararse, que una y otra vez el gatillo se relame sabiendo que pronto será apretado.
No creo en esa pose progresista de que la pobreza genera el delito. Conozco miles de pobres que lo único que disparan de vez en cuando es la bronca por no poder llevar el alimento a su mesa y mirar con dignidad a sus hijos a los ojos. Sí creo que la pobreza, en su más amplia concepción, construye y alienta a que cada minuto en el kiosquito de la villa y en Puerto Madero, muchos sientan que la bala pasó cerca.
Se han robado un país. Nos hemos robado un país y nos desangramos en una violencia atroz que ya no distingue nada.
A 20 años de aquella bala, la misma y le juro que es la misma terminó con la vida de un nenito que vaya a saber Dios si ya soñaba con ser bombero o astronauta.
Oscar era mi padre. Lo lloré y aún hoy lo extraño. Pero no porque la tribuna tripera tenga nostalgias de su voz o su mano agrietada ya no se pose sobre mi cabeza colorada en noches de insomnio. Lo extraño porque siento que esa bala sigue disparándose, que ninguna vida vale la pena, que no hay sueños, que no hay nada que me haga pensar que podemos ser mejores.
El kiosquito de la villa cerró. Mi viejo “se fue” una tarde de junio y aún hoy hace frío.
Mis dos hijas nunca conocieron a su abuelo pero, en el fondo, creo que si. Yo les cuento de él. Y ellas se ríen. Ojalá que la maldita bala alguna vez se detenga. Debemos pelear por eso. Y ese día vamos a disparar lo mejor que tenemos los seres humanos: la esperanza de abrazarnos con el otro.
Galeano decía que la utopía está en el horizonte, que camino dos pasos y ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá ¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar.
Es la misma bala, la de todos los días. Y yo tengo el mismo sueño también, el de todos los días. Caminar tras la utopía.